Rubén Darío, el padre del modernismo hispanoamericano, no solo revolucionó la poesía con su sensualidad exótica y su erudición cosmopolita, sino que también encarnó en su existencia el drama de un alma nómada, marcada por excesos y desarraigos. 
Rubén Darío
Nacido Félix Rubén García Sarmiento en 1867 en Metapa (hoy Ciudad Darío, Nicaragua), su vida fue un torbellino de viajes, amores fugaces y noches de bohemia que lo envejecieron prematuramente. Aún sin cumplir los 40 años, Darío comenzó a sentirse envejecido, como si el peso de sus andanzas le hubiera robado la frescura de la juventud.
Su aspecto físico delataba los estragos: un rostro surcado por arrugas prematuras, un cuerpo agotado por el alcohol y las desvelas, y una silueta que evocaba más al guerrero mestizo que al dandi parnasiano que una vez fue.
En este artículo, exploramos cómo su vida bohemia y errabunda no solo lo consumió, sino que se convirtió en el pulso vital de su poesía, donde afloran los recuerdos de una infancia idílica en una patria pequeña y distante, junto con el dolor lacerante de su existencia vagabunda.
La vorágine de la bohemia
La bohemia de Rubén Darío no fue un mero capricho estético, sino el latido desbocado de una personalidad apasionada e indómita. Desde adolescente, abandonó los estudios formales en León para entregarse al periodismo y la literatura, viviendo de colaboraciones efímeras en diarios como "La Nación" de Buenos Aires, que le sirvieron de salvavidas durante casi tres décadas.
Sus excesos eran legendarios: el alcohol fluía como un río tropical en sus veladas con literatos y artistas, mientras las mujeres —desde la chilena Rafaela Contreras hasta la española Francisca Sattur, su última compañera— tejían en su corazón un tapiz de pasiones intensas y efímeras. En Chile, a los 19 años, ya se codeaba con bohemios en tertulias regadas de vino y debates sobre Verlaine y Baudelaire; en Argentina, su cargo consular se convirtió en pretexto para noches de tango y absenta que lo llevaron al borde de la ruina.
Pero la bohemia de Darío era inseparable de su errabundez. Su vida fue un peregrinaje incesante: de Nicaragua a El Salvador, Honduras, Chile (1886-1888), Argentina (1893-1898), España (1898-1899), Francia y hasta Japón como parte de una gira diplomática en 1909. Cargos precarios en legaciones nicaragüenses lo arrastraban de puerto en puerto, siempre con el eco de deudas y desilusiones. "Rubén tenía un alto concepto del periodismo", pero sus crónicas itinerantes, publicadas en "Peregrinaciones" (1901), revelan un alma en perpetuo exilio, fascinada por los avances de la Exposición Universal de París, pero anhelando el calor de su tierra.
Esta existencia vagabunda, impulsada por fugas impulsivas —como cuando intentó unirse a un circo por amor a Hortensia Buislay en su juventud— lo convirtió en un "cantor errante", como él mismo se autodenominó en su poemario de 1907. El alcoholismo, ese compañero fiel de la bohemia, agravó su declive: en 1915, una pulmonía en Nueva York lo dejó postrado, rodeado de acreedores y sin el apoyo de un gobierno patrio indiferente.
Un cuerpo y un alma envejecidos antes de tiempo
A los 38 años, en plena madurez creativa, Darío ya se percibía en el umbral de la vejez. Su rostro, con esa "grandeza y dignidad de enorme indio chorotega" que tanto enorgullecía su mestizaje, se había marchitado bajo el yugo de los excesos.
Testigos de la época lo describen demacrado, con ojos hundidos por las noches en vela y un andar tambaleante que delataba sus libaciones nocturnas. Bernardino de Pantorba lo resumió con crudeza: "Por su edad, el poeta no entraba aún en lo otoñal de su vida; pero él ya se veía y sentía en tales otoñeces".
Esta percepción no era mera hipocondría; era el costo tangible de una bohemia que, si bien alimentaba su genio, devoraba su vitalidad. Enfermedades crónicas, como la cirrosis incipiente y las secuelas de una vida sin raíces, lo acosaban. En 1907, durante su apoteósico retorno a Nicaragua, ya se vislumbraba el ocaso: recibido como héroe, pero internamente roto por años de desarraigo.
Nostalgia de las raíces
En medio del torbellino bohemio, los recuerdos de infancia emergían como oasis en el desierto de su errancia. Criado por sus tíos abuelos en León —a quienes consideraba sus verdaderos padres, pues su madre Rosa y su padre Manuel vivían separados—, Darío evocaba con ternura los paisajes rurales de Metapa: el balido de las cabras, el aroma de las flores tropicales y las leyendas chorotegas que su abuela Bernarda le contaba. "En esa casa, mejor dicho, en el aposentito de tía Cornelia... fue donde nació el niño Rubén", recordaba una testigo, capturando esa inocencia bucólica que contrastaba con su adultez cosmopolita.
Su patria, esa "pequeña y distante" Nicaragua de volcanes y lagos, se convirtió en símbolo de lo perdido. Orgulloso de su sangre indígena —"Soy un hijo de América, soy un nieto de España"—, Darío anhelaba morir en ella: "Quiero que mis despojos sean para Nicaragua. Ya que mi patria no me guardó vivo, que me conserve muerto". Estos ecos de infancia y hogar, opacados por su vida nómada, se filtraban en su poesía como un lamento sutil, un contrapunto a la opulencia modernista.
Cuando la vida errante se vuelve poesía
La genialidad de Darío radica en transmutar el dolor de su bohemia y errabundez en oro poético. Sus recuerdos y aflicciones afloran con crudeza en obras como "Cantos de Vida y Esperanza" (1905), donde "Lo fatal" interroga la angustia existencial: "¿Qué importa que la vida dure un día o cincuenta años? / ¿Qué importa que el alma sea mortal o inmortal?".
La nostalgia infantil y patricia irrumpe en "Intermezzo Tropical" (1909), con piezas como "A Margarita Debayle" —un himno juguetón a la niñez que oculta el desgarro del exilio— o "Mediodía", evocando el sol nicaragüense como bálsamo para su alma errante.
Pero es en "Poema del Otoño y Otros Poemas" (1910) donde el reflejo es más íntimo y desgarrador. Dominado por la "convicción de que se encontraba viviendo una vejez prematura", Darío inclina su pluma sobre sí mismo: "En el "Poema del Otoño", Rubén se inclina sobre sí mismo; ve lo que ha sido y por qué lo fue". El poema titular, una cumbre intimista, transforma el otoño en estímulo sensual: "En nosotros, la vida vierte / fuerza y calor. / ¡Vamos al reino de la Muerte / por el camino del Amor!". Aquí, la bohemia se redime en gozo efímero, mientras el errante "El Canto Errante" (1907) lo pinta sonriente o meditabundo, vagando por el mundo con su lira como único equipaje. Incluso en "Prosas Profanas" (1896), la sensualidad bohemia se entreteje con ecos natales, como en "Era un aire suave", donde el exotismo parisino se tiñe de añoranza americana.
Funeral glorioso
Rubén Darío murió en 1916, a los 49 años, en León, su patria reclamada al fin en un funeral que reunió a multitudes. Su vida bohemia y errabunda, con sus excesos que lo envejecieron antes de tiempo, no fue sino el crisol de una poesía que, como dijo Juan Ramón Jiménez, bastaría un solo poema suyo para inmortalizar a Nicaragua.
En sus versos, el dolor de la infancia lejana y la patria distante se funde con la euforia de la bohemia, recordándonos que el verdadero modernismo no es solo forma, sino el eco de una existencia vivida al límite. Darío no claudicó: "Como hombre he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado". Su obra, reflejo fiel de esa vida consumida, sigue invitándonos a transitar "por el camino del Amor" hacia lo inevitable.
jueves, 6 de noviembre de 2025
Rubén Darío: El niño sin padres, el poeta sin patria
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