miércoles, 22 de octubre de 2025

El progresismo: La verdadera religión hegemónica de nuestra época

La religión progresista ha ocupado el Gobierno, pero también el CIS, el Tribunal Constitucional, RTVE, una buena parte de los medios privados, la Fiscalía, el Banco de España, las universidades, los sindicatos, la sanidad, la enseñanza e incluso una parte no precisamente desdeñable de un empresariado más pastueño de lo que suelen creer en la izquierda. 

Esta infiltración no es casual ni aislada; responde a una estrategia deliberada de hegemonía cultural, en la que el progresismo se erige no como una mera ideología política, sino como una fe dogmática que moldea la realidad social con la inquebrantable convicción de su superioridad moral. En una era de secularización aparente, donde las iglesias tradicionales pierden fieles, el progresismo llena el vacío con sus propios rituales, herejías y excomuniones, convirtiéndose en la ortodoxia imperante que dicta qué se puede pensar, decir o hacer.

Para entender esta hegemonía, basta observar cómo opera el progresismo como una religión: posee sus dogmas intocables, como la interseccionalidad que clasifica a los individuos en una jerarquía de opresores y oprimidos, o el cambio climático como pecado original de la humanidad industrial. Cualquier disidencia es etiquetada como herejía —negacionismo, transfobia o supremacismo—, merecedora de la cancelación social o profesional. 

En las universidades, epicentros de esta fe, los departamentos de humanidades se han transformado en seminarios ideológicos donde el pensamiento crítico es sustituido por la adhesión acrítica a teorías posmodernas. Profesores y estudiantes que cuestionan, por ejemplo, la efectividad de las cuotas de género en la ciencia, no solo enfrentan el ostracismo académico, sino que ven su carrera truncada por campañas de difamación en redes sociales. Esta inquisición moderna no requiere hogueras; le bastan las redes y los algoritmos para silenciar voces.

En el ámbito público, la ocupación es aún más flagrante. El CIS, ese barómetro oficial de la opinión, ha sido acusado repetidamente de sesgos progresistas en sus encuestas, priorizando preguntas que refuerzan narrativas de izquierda sobre temas como la inmigración o la igualdad. RTVE, financiada con dinero de todos, emite un discurso monolítico que glorifica el multiculturalismo sin cuestionar sus contradicciones, mientras demoniza a la derecha como retrógrada. 

El Tribunal Constitucional, guardián supremo de la ley, ha emitido fallos que parecen alineados con agendas ideológicas, como en casos de amnistías políticas que benefician a un lado del espectro. Y no hablemos de la sanidad y la enseñanza: en los hospitales, protocolos de "diversidad" imponen lenguaje inclusivo que distrae de la eficiencia médica, mientras en las aulas se adoctrina a los niños con ideales de género fluido desde edades tempranas, erosionando la neutralidad educativa.

Incluso el empresariado, que la izquierda caricaturiza como bastión capitalista, ha sucumbido. Grandes corporaciones como Google o Iberdrola adoptan posturas "woke" no por convicción ética, sino por cálculo: evitan boicots y atraen a millennials progresistas. Este "pastueño" empresariado financia ONGs y eventos LGTBI+ con millones, mientras despide a empleados conservadores por tuits inocuos. Es una alianza pragmática: el progresismo ofrece legitimidad moral a cambio de sumisión económica.

Esta hegemonía no es invencible, pero su profundidad asusta. Ha permeado la cultura hasta el punto de que cuestionarla equivale a ser un paria. Los medios privados, salvo honrosas excepciones, amplifican esta voz única, censurando perspectivas alternativas bajo el manto de la "desinformación". La Fiscalía, en su rol de acusadora, parece más celosa de perseguir delitos de odio progresista que de corrupción sistémica. Y el Banco de España, teóricamente neutral, emite informes que alinean la economía con objetivos verdes utópicos, ignorando el coste real para la clase media.

Conclusión

En última instancia, el progresismo no busca igualdad, sino dominio total: una teocracia laica donde la disidencia es pecado y la ortodoxia, salvación. Para contrarrestarla, urge una resistencia cultural que recupere la pluralidad, el debate racional y la libertad de pensamiento. Solo así evitaremos que esta "religión" asfixie la diversidad que pretende defender. 

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