viernes, 24 de octubre de 2025

El buenismo: Ser bondadosos sin ser ciegos

José Luis Rodríguez Zapatero
En un mundo cada vez más polarizado, el término "buenismo" ha irrumpido en el debate público como un dardo crítico contra una forma de actuar que, bajo la capa de la benevolencia, puede ocultar una peligrosa ingenuidad. 

Según la Real Academia Española (RAE), el buenismo es "la actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia", un concepto empleado casi siempre en tono despectivo. 

No es mera bondad desinteresada, sino una postura que prioriza el diálogo y la solidaridad incluso cuando estos se revelan ineficaces o contraproducentes, recordando al inglés "do-gooder": el hacedor de bien que busca aplausos más que soluciones reales.

El origen del buenismo se remonta a finales del siglo XX, pero su explosión semántica ocurrió en España durante la era de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011), donde se asoció a políticas "blandas" de la izquierda: concesiones en negociaciones con ETA, énfasis en el multiculturalismo sin límites o una corrección política que evitaba confrontaciones directas. 

Filósofos como Jeremy Bentham, con su utilitarismo que equiparaba bondad y utilidad, o el sabio griego del oráculo de Delfos con su "nada en exceso", anticipan la tensión: la virtud, desmedida, se torna vicio. 

En la vida cotidiana, el buenismo se manifiesta en escenarios variopintos. Imagínese un profesor que, por no herir sensibilidades, ignora el acoso escolar, rebajando su gravedad a "conflictos juveniles". O un vecino que cede ante ruidos molestos con una sonrisa complaciente, fomentando abusos futuros. 

En el ámbito laboral, directivos "buenistas" evitan despidos necesarios por empatía excesiva, condenando a la empresa a la ruina. Ejemplos políticos abundan: la gestión de migraciones en Europa, donde la acogida ilimitada choca con realidades de integración fallida.

Las consecuencias son nefastas. Este enfoque no solo perpetúa problemas —al no confrontar la maldad inherente al ser humano, como advertía Carl Jung: "Prefiero ser persona entera a ser buena persona"—, sino que genera resentimiento social. 

El buenismo, al aparentar superioridad moral, se convierte en "veneno" que debilita instituciones y fomenta el cinismo opuesto: el "malismo", esa dureza reactiva. En contextos como el bullying o el ciberacoso, su aplicación pericial revela cómo la complacencia agrava daños, transformando víctimas en espectadores pasivos.

Sin embargo, ¿es el buenismo enteramente malo? Su raíz en movimientos por los derechos humanos —desde la abolición de la esclavitud hasta la lucha ambiental— demuestra que la compasión ha impulsado avances civilizatorios. 

El problema radica en el exceso: cuando la tolerancia se absolutiza, ignora que la justicia exige límites. En un era de fake news y polarización, combatir el buenismo no implica crueldad, sino equilibrio: ser bondadoso sin ser ciego.

En última instancia, el buenismo nos invita a reflexionar sobre nuestra ética. ¿Somos empáticos o ingenuos? La respuesta yace en discernir: la verdadera bondad fortalece, no debilita. Solo así evitaremos que la benevolencia se convierta en complicidad.

Un ejemplo histórico de buenismo: Las negociaciones con ETA durante el Gobierno de Zapatero (2004-2011)


En el contexto español más reciente, pero con raíces históricas en el conflicto vasco, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero impulsó diálogos con la banda terrorista ETA, suspendiendo incluso la aplicación de la ley antiterrorista para fomentar "paz y reconciliación". 

Esta postura, criticada como buenismo por ceder ante extorsiones sin garantías, incluyó gestos como el acercamiento de presos etarras. Aunque noble en intención, prolongó la inseguridad y generó divisiones sociales, hasta que ETA cesó su actividad armada en 2011 por factores externos. 

Este caso ilustra cómo el exceso de tolerancia en conflictos armados puede perpetuar la violencia, recordando patrones históricos de negociación ingenua.

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